Perdónanos el mal que hemos hecho, así como nosotros
hemos perdonado a los que nos han hecho mal. — Mateo 6.12
Disculparnos no está de moda; mucho menos pedir perdón a Dios por nuestros pecados. ¿Pecados? Estas son épocas para otras cosas. La sola idea de pensar en la confesión de nuestras faltas nos hace sentir incómodos, cuando no retrógrados.
La confesión y el arrepentimiento como prácticas espirituales parecen haber quedado relegadas para los siglos en los que el cilicio y las penitencias formaban parte habitual de la fe. Épocas de beatas, monjas y monjes atormentados por la culpa de sus pecados.
Hoy, en cambio, la fe tiene otras urgencias. La fe pareciera estar al servicio de la comodidad psicológica, de la superación profesional y de la realización económica. Y, claro, examinar la conciencia y pedir perdón a Dios por el mal que hacemos podría resultar contrario a esos fines.
Pero ahí está el Padrenuestro recordándonos que la confesión es necesaria, además de conveniente y sanadora. Su práctica es señal de madurez, sobre todo cuando procede de un corazón consciente de nuestra falibilidad y que confronta con humildad la realidad del mal, connatural a la existencia humana.
Pedir perdón a Dios por los pecados limpia el alma, descansa el cuerpo y sana la mente (Salmo 32.1–3). La confesión de pecados es una práctica liberadora, que nos redime de la arrogancia de creer que somos perfectos, o de la insensatez de pensar que el mal ya no existe. Basta mirar nuestro propio corazón para encontrar en él la necesidad de repetir: “Perdónanos el mal que hemos hecho”.
Para seguir pensando
“Cuando descubrimos nuestras faltas, Dios las cubre. Cuando escondemos nuestras faltas, Dios las descubre. Cuando las reconocemos, Dios las olvida”.
— Agustín de Hipona (354–430)
Vale que nos preguntemos
¿En qué circunstancias o ante qué personas he actuado en forma equivocada? ¿Qué pasó? ¿Qué haré?
Oración
Vengo a ti, Señor, reconociendo mis limitaciones y pecados, acogiéndome a tu misericordia y rogando tu perdón. Dame el don de perdonar a los demás como tú me perdonas a mí. Acepto tu perdón y otorgo el perdón a quienes me han hecho mal. Amén.
Segura, Harold. En el Camino con Jesús